Los pinchazos en el estómago no le dejaban pensar. Apenas alcanzaba a recordar cómo había llegado hasta allí. Sentado entre una multitud silente a ratos, Bruno intentaba averiguar qué hora era, ya que el móvil se había quedado sin batería hacía tiempo. Ahora se lamentaba de la partida de ajedrez, los dos podcast y el crucigrama con los que había intentado abstraerse del dolor de tripa hacía lo menos dos horas. La sala era diáfana, y en ella reinaba una luz gris que provenía de todos lados y de ninguno en concreto. No tenía ventanas al exterior, revistas ni televisión. Sujetando el papelito del turno en la mano, Bruno intentó pasar el rato calculando. Cinco lámparas y dos letreros pidiendo silencio. En aquella sala de unos cien metros cuadrados habría una media de ochenta y cinco personas. No era una cantidad fija, claro. De pronto entraban tres, o llamaban a otra y abandonaba la sala, o reaparecía alguien que había ido un momento al baño, para lamentarse al instante porque su silla había sido ocupada por otro.
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Espera - J. Cordorníu
Viajes en tren (a Laia SB)
Miguel Morante
Los viajes en tren siempre fueron mi lugar favorito para pensar. Probablemente los aeropuertos sean los más intensos y dramáticos para las despedidas, pero en cuanto pasas el control de equipajes, el avión no puede competir con el tren. El tren, más decadente, con sus largas ventanas y sus asientos amplios, permite mucho más cómodamente refugiarse en uno mismo y mascar, saborear con cuidado todo lo que ha acontecido en el viaje. O imaginar lo que está por suceder.
El lugar es perfecto para aislarse. Idealmente, en uno de los asientos de las mesitas de cuatro, si están vacíos el resto de los asientos. A favor de la marcha. De nuevo, idealmente. Pero si no, tampoco es tan importante. Sí que tienen valor, en cambio, el vagón “silencio”, unos auriculares y recostarse mirando por la ventana.
El momento es preciso para la reflexión, para la introspección. Para revisar las fotos y el “qué onda con ese fernet” dejando paso al “qué pasada el vermut a dos calles del Clínic”. Tú y yo bebiendo en vasos de plástico en cualquier fiesta, riendo. Arena, luz y mar. Tus manos, tus ojos, tus labios. Distintos edificios, idénticas ojeras: las mismas noches sin dormir en todas las esquinas de todas las ciudades.
Soñar despierto es poder detenerse en esos momentos, en ese tiempo, y rebobinarlo o adelantarlo al antojo. Saborear los recuerdos queridos y reinventar u olvidar los que duelen, si acaso se puede. Porque al final, ¿qué hace del tiempo tiempo? ¿Cuánto dura el tiempo? Y más allá de esto: ¿qué hace que algunos años duren segundos y algunos instantes, siglos? ¿Por qué volvemos a unos constantemente, los vivimos y revivimos, y otros los olvidamos para siempre como si jamás hubieran existido o los construimos de nuevo, ligera pero crucialmente distintos?
Nunca te dije que te quise, que te quiero. Y al final, la cobardía de un instante puede perseguirnos eternamente. Porque por mucho que lo intentemos, lo único que no se puede racionalizar es la fe y el amor.
